Aprender es la necesidad mas vieja del mundo. La vida misma no sería viable sin el aprendizaje y la memoria. Precisamente por ello aprender es un proceso que se pone en marcha desde el mismo minuto tras nacer. Y ello ocurre por el encendido de los códigos neurales que guarda celosamente cada cerebro en sus trenzas genéticas. De esos códigos, unos funcionan desde el mismo nacimiento hasta los cinco o seis años, y luego son otros los que se ponen en marcha a partir de esas edad y funcionan en paralelo con los primeros.
El niño, en sus primeros años de vida aprende de la realidad sensorial directa que le rodea a través de las experiencias del tacto, la visión, el sonido, el gusto, o el olfato. Y es en respuesta a esa realidad que paralelamente aprende a realizar su conducta, desde gatear y ponerse en pie y luego andar, hasta al movimiento preciso de manos y mirada.
Y todo ello viene guiado por los padres, de los que el niño aprende a pintar el mundo de emociones, distinguiendo desde muy temprano lo que es bueno de lo que es malo, a lo que hay que acercarse porque es placentero o de lo que hay que alejarse porque es doloroso. Son aprendizajes directos, en donde se adquieren los perceptos, de los que el niño aprende con emoción limpia y cruda lo que representa placer (el olor de una rosa), el dolor (las espinas de la rosa) y el miedo (reacción ante una rosa tras aprender que puede producir placer pero también dolor). Y así construye en su cerebro el mundo de los concretos desde esa rosa delante de él a ese reloj que suena en el vestíbulo de su propia casa, y distingue uno del otro y también distingue una rosa de otra con otro color, o incluso con el mismo, pero de tamaño distinto, u otro reloj cualquiera diferente.
Y de ahí, el niño, en un proceso continuo en su desarrollo cerebral, pasa a la construcción de los abstractos, esos átomos del pensamiento que conocemos como ideas. El niño, a medida que crece su cerebro en volumen y complejidad, comienza esa transición desde la elaboración del percepto de una flor concreta, con su forma, color, olor tacto, algo que existe delante de él (sea en un jardín, sea en un dibujo), a elaborar el concepto de flor (flor abstracta) que agrupa a todas las flores concretas que pudieran existir, creando esa idea de flor que ella misma no existe en el mundo sensorial y que solo existe como flor mental, flor abstracta, flor como idea en la cabeza del niño. Flor de la que se piensa de forma genérica cuando se habla o se escribe (las flores son hermosas).
Es este, pues, un periodo de transición que requiere de la puesta en marcha de códigos de funcionamiento cerebrales nuevos y diferentes. Períodos en los que se pasa de los signos y las primeras palabras a los abstractos, muy rudimentarios primero, convirtiéndose después en los mensajes abstractos y simbólicos. Y es con estos nuevos códigos neuronales como los abstractos o ideas se engarzan en hilos de tiempo, creando los procesos mentales y el pensamiento. Y es también con estas ideas clasificadas (sean rosa, tulipán, o petunia), que se crea conocimiento. Clasificar, distinguir y diferenciar es conocer más y mejor en aras a la supervivencia en ese mundo complejo del ser humano. Y esto es lo que el niño hace pacientemente. Primero, en el colegio, y más tarde, eventualmente, en la Universidad.
Pero lo que quiero realzar aquí sobremanera es que este segundo período y la puesta en marcha de estos nuevos códigos cerebrales, con los que se aprende a leer y escribir, es tan duro, tan diferente, tan único en la naturaleza y de algún modo lejos de ella, que el niño solo podrá hacerlo y hacerlo bien con la experiencia añadida de la alegría, el placer y la recompensa, y nunca con el dolor, el castigo o el miedo. Es con la alegría que esta nueva etapa se suaviza y con la que se puede aprender bien y perdurar lo aprendido. Solo con la alegría, la recompensa y el placer se pueden memorizar bien los abstractos y por largo tiempo. Con el miedo, lo aprendido tiende a apagarse y olvidarse pronto. Por eso yo he sostenido largamente que solo se puede aprender bien aquello que se ama.
Hay que ahuyentar los miedos de los colegios. Y es que en muchos centros escolares, un miedo invisible embebe su atmósfera, y en ellos el niño experimenta una sensación inconsciente que le oprime y le aleja de aquella alegría que es la que potencia y libera sus talentos. El niño, con el miedo, se apaga. Hoy ya se comienza a tomar conciencia de todo esto, y se comienza a hablar de crear una distensión constante en el centro escolar desde preescolar hasta la primaria. Y, desde luego, también después. De hecho, son ya muchos pensadores de la educación los que defienden que ya es el momento de prestar atención a estos conocimientos y abogar de modo firme por una «pedagogía de la alegría» frente a una «pedagogía del miedo».
Hacia una cultura sin miedo. Francisco Mora. Alianza Editorial. Madrid 2015.
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